Cormoranes, ánades reales,
fochas, gaviotas… todos ellos esperaban la llegada de los aventureros de la
Odisea de Tetuán apostados en una hilera de rocas sobre las aguas del embalse
de Pedrezuela, a una distancia prudencial de pescadores y canoas. Como nosotros
no quisimos defraudarles, fuimos más numerosos que nunca, concretamente 23
personas.
Las horas se nos pasaron volando
tras el telescopio y los prismáticos, y dedicamos un buen rato en nuestra primera
parada identificando aves. Especialmente complicado fue localizar al
escurridizo somormujo lavanco, pues enseguida desaparecía de la visión del
telescopio. Mientras tanto, un cernícalo paseaba sus alas a unos pocos metros,
aleteando compulsivamente en busca de la merienda.
La segunda parada nos sirvió para
quitarnos la espinita que se nos clavó tras la primera. En un recoveco del
pantano, se escondía una lengua de aguas tranquilas, que fue el espacio
escogido por una gran bandada de somormujos lavancos. Tras colocar certeramente
el telescopio, pudimos observarlos a placer a una corta distancia. Lucían un
plumaje blanco y negro, y sus largos cuellos nos recordaban a los del cisne.
Sin embargo, uno de ellos desentonaba entre los demás, aunque, lejos de ser el
patito feo, era un juvenil que aún no había mudado por completo su plumaje al
que corresponde al período adulto.
Volvimos a echar a andar, y tras
echar un vistazo al pantano tomamos una decisión de la que luego nos
arrepentiríamos. Nuestro plan era hacer una parada para comer y continuar hasta
bordear toda la superficie del embalse. Con la tripa llena, nos pusimos en
marcha, al principio por un fácil sendero, pero pronto tuvimos que cruzar un
frondoso bosque de encinas. Ya se nos hacía extraño tener que apartar tanta
rama por lo que supuestamente debía ser un camino despejado, pero nos terminó
de convencer una enorme entrada de agua que nos habría llevado varias horas
recorrer. No hubo duda en dar la vuelta, y aunque en el tramo de tupidas
encinas ya hubo quien se preparaba para hacer noche, no tardamos mucho en estar
de vuelta, sanos y salvos y recordando entre risas la jugada, en los coches.
Hasta aquí la crónica, un abrazo
a todos los participantes y gracias por la bonita jornada, para la próxima ¡más
y mejor!
Como pensamos que es importante
aprovechar la visita al máximo, a continuación, una reflexión sobre los
embalses, en particular el embalse de Pedrezuela, originalmente llamado el
Vellón.
El embalse de Pedrezuela fue
terminado de construir en 1967 por el Canal de Isabel II, aprovechando las
aguas del río Guadalix-Miraflores. Agua que conduce, mediante una serie de
canales, hacia la capital, ya que su principal función es el abastecimiento de
este recurso a Madrid.
Este embalse es uno más de los
centenares que se construyeron en toda la península durante el siglo XX. La
construcción de grandes presas es una de las iniciativas modernizadoras
llevadas a cabo por el Estado en las que poco ha influido el gobierno del
momento. Así, se ha mantenido durante la dictadura de Primo de Rivera, pasando
por la II República, el franquismo y hasta el parlamentarismo actual. De hecho,
España es el 5º país a nivel mundial con mayor cantidad de grandes embalses, y
el 1º de la Unión Europea, con 1225.
La razón que se esgrime para
efectuar este tipo de proyectos es el aumento de la oferta de recursos hídricos,
la generación de energía hidroeléctrica o el regadío de tierras agrícolas.
Sin embargo, no es oro todo lo
que reluce, y erigir un pantano origina una serie de perjuicios que merece la
pena tener en cuenta. En primer lugar, engulle bajo sus aguas pueblos enteros,
con el consiguiente desarraigo, pérdida cultural y material que supone para sus
antiguos pobladores. Hay quien calcula que han hecho desaparecer en el Estado
español a unos 500 pueblos, y 50.000 personas se han visto en la necesidad de
desplazarse de su hogar. Los molinos de el Vellón y de la Hoz, sepultados bajo
el embalse de Pedrezuela, dan testimonio de ello.
Además, se puede responsabilizar
a estas inmensas construcciones parte del deterioro sufrido en los últimos años
por nuestros ríos. El volumen y curso de los mismos nunca será igual, y habrá
especies, antaño copiosas, que jamás retornarán a ellos. El salmón, la lamprea
o la anguila son hoy consideradas auténticos manjares, cuando hace no tantos
años era común su presencia en ríos incluso de ínfimo caudal. De hecho, son
muchos quienes aún se acuerdan de cómo se pescaban anguilas en sus pueblos
usando nada más que las manos, en una manifestación de abundancia hoy en día
inimaginable.
La destrucción que produce en las
tierras que anega no es tampoco nada desdeñable. Bosques o vegas fértiles como
las que hubo antes del pantano de Pedrezuela no podrán ser nunca recuperadas. Es
paradigmático el caso del pantano del Ebro, construido en 1946 y que ocupó lo
que hasta entonces se conocía como la “Pampa campurriana”. Aún hoy se conservan
canciones que lamentan el desgraciado devenir de la riqueza del mencionado
territorio.
Por no extendernos más en lo
nocivo de su existencia, sencillamente señalar que son también causa de la emisión
de grandes cantidades de CO2 y metano a la atmósfera debido a la
biomasa sepultada que entra en descomposición, además de ser un lugar propicio
para la proliferación de enfermedades, e incluso se han registrado temblores en
las tierras donde se han instalado.
Es bastante discutible su
efectividad como fuente energética, puesto que sólo el 2,5% de la energía
consumida en el Estado español es de procedencia hidráulica. También es más que
criticable el enorme suministro que hoy se destina a la agricultura, antaño
practicada únicamente en lugares propicios, y a menor escala porque la
participación humana era mucho mayor. Hoy, al contrario que entonces, muchas
tierras de tradición de secano se dedican al regadío, y terrenos propicios para
el cultivo con riego son sepultados bajo asfalto y edificaciones innecesarias.
Ahí están los casos de la Huerta de Murcia, Valencia o Alicante.
Por último, referirnos al
abastecimiento de agua a las grandes urbes. Desde que Felipe II estableció la
Corte Real en Madrid en la segunda mitad del siglo XVI, el agua ha sido un
problema para la capital. Entonces se dependía de manantiales ajenos o de la
excavación de pozos, y más adelante dio lugar a un oficio que hoy nos resulta
extraño: el de aguador. Pese a los avances tecnológicos, Madrid, con una
población creciente, no hace sino perpetuar el problema y, aparte de los
embalses, en 2009 tomó por primera vez agua del Tajo, y proyecta explotar un
enorme acuífero situado bajo la Comunidad de Guadalajara.
Llegados a este punto, es
necesario cuestionarse si la urbanización masiva de la población ha sido algo
natural y si es legítimo la apropiación de este recurso por parte de la capital
a expensas de los pueblos, aldeas y pequeñas ciudades a las que perteneció en
origen.
Acerca de lo primero, la propia
construcción de embalses ya ha producido un desplazamiento masivo de personas a
las que habría que preguntar si están de acuerdo con el abandono de sus hogares
para este fin. Pero no solo eso, el proceso urbanizador también puede achacarse
a un deterioro progresivo de las condiciones del medio rural, llevadas a cabo
desde bastantes años atrás. Por citar algunos, mencionaremos la desamortización
de los terrenos y medios productivos comunales, antiguamente gestionados de
manera asamblearia por el común de vecinos sin mediación institucional; la desarticulación
de concejos y formas de autonomía política en el seno del municipio, intercambiando
el papel que ejercía el vecindario reunido (una vez más) en asamblea, por el de
formas de gobierno municipal jerárquicas a las órdenes de la capital; o el derrumbe
de la comunidad, debido a la promoción del individualismo, a la burla y
adoctrinamiento forzoso para la creación de vergüenza de sí mismos, al
reclutamiento obligatorio para operaciones bélicas, a la prohibición de
tradiciones populares, etc. Todo ello llevado a cabo por el Estado bajo sus
diferentes manifestaciones.
En cuanto a lo segundo, dada la
desertificación y expolio que se produce en aquellos municipios de que es tomada
el agua, queda poco espacio para la legitimidad.
Es más, aun poseyendo el Estado
español la mayor cantidad de embalses per cápita de todo el mundo, el
abastecimiento se ve comprometido cada vez que hay un descenso en las
precipitaciones. Es de esperar que, si la sequía sigue su curso, los embalses
no sean medida eficaz para paliar la escasez de agua.
¿No sería entonces más apropiado
atajar el problema desde otra perspectiva? En este sentido, nos sentimos
bastante cercanos al que es llamado “proyecto Arrendajo”, que se propone
reforestar la península Ibérica con especies autóctonas para librarla del
desierto en que amenaza en convertirse. Los árboles, además de aplacar el
efecto deshidratador que el sol canicular ejerce sobre la tierra, liberan
humedad a la atmósfera (en diferente cantidad dependiendo de la especie), y son
capaces de extraer el cada día más preciado elemento hídrico de capas muy
profundas del suelo, gracias a sus potentes raíces.
Como demostración de esta necesaria consecuencia, os enlazamos un impactante
documental del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, “la sal de la tierra”. En
él decide reforestar el entonces desértico terreno que fue un bosque bien
arbolado durante su infancia. A él volvieron los manantiales y las lluvias, así
como una abundante fauna que hacía mucho que había desaparecido.
https://powvldeo.cc/1en8h9jv0u6u
(la temática del documental no es la reforestación únicamente, pero hay
fragmentos de lo que mencionamos a lo largo de varias partes del mismo).